Gracias por los patucos

Llevaba tanto tiempo haciéndome a la idea de que ibas a morir, que supongo que cuando realmente pasó no me lo esperé. A los ocho años ya era más alta que tú, y recuerdo que cuando te daba un beso me pinchabas no sé muy bien porqué. Te recuerdo haciendo croché, o punto, o algo de eso, nunca lo supe con certeza, pero tenías siempre los hilos y las agujas a tu lado, aunque en los últimos años ya no lo hacías por el párkinson (o como se escriba). Siempre que nos veíamos estabas en ese sillón casi al lado de la puerta, con las piernas recogidas mientras veías esos programas de Canal Sur con los abuelos viejos (o bisabuelos, como cada cual los quiera llamar). Entonces me despedía porque ya volvíamos a Sevilla y tú te levantabas e ibas muy misteriosa a tu cuarto para volver y darme, como si de algo secreto se tratara, una moneda de dos euros que con mucho gusto aceptaba. Pero de todo eso hace ya unos cuantos años. El año pasado dijeron que no pasabas, que ibas a morir irremediablemente. Todo cierto, en algún momento todos morimos, pero no fue entonces cuando lo hiciste, no, bajo ese cuerpo enclenque y desvalido descubrimos que había una mujer que, pese a estar algo tocada de la cabeza (las cosas claras, se te estaba yendo la olla por momentos) era de lo más luchadora que habíamos visto. Así aguantaste, muchos meses, siempre me decían que te quedaba poco pero yo te veía igual de bien que siempre, te veía feliz en tu banco de pie y pensaba que a lo mejor los mayores no tienen siempre razón. Y no la tenían. Esa mañana de viernes te encontraron aún dormida, dormida para siempre, que tu cuerpo se haya reducido a cenizas no quiere decir que nos hayas dejado, que hayas muerto, no, la vida es algo más que un cuerpo, la vida es el alma que todos tenemos, y me da que nos visitarás cuando estemos en Utrera, que nos espiarás y velarás por nosotros por la noche. Tita, no volveré a llorar por tu ausencia, pero eso no significará que no te eche de menos más que ningún otro.

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